domingo, 14 de marzo de 2010

Nuestro sistema electoral como problema de fondo

(escrito monolingüe)


Leemos en "Tercera república ahora", página del Sr. L. Pueyo, un art. de Don D. Ortega, Profesor Titular de Derecho Constitucional de la Universidad Rey Juan Carlos, del que reproducimos:

Pocos pueden negar que actualmente vivimos un momento de gran desencanto político, el ciudadano se encuentra bastante cansado de los discursos vacíos y soporíferamente previsibles de los dos grandes partidos políticos (PSOE y PP), aparte de que las encuestas desvelan un ciudadano resignado, que poco o nada espera ya de ellos. Prácticamente son dos caras de la misma moneda: llegar o mantenerse en el poder, al margen de los intereses de los ciudadanos.

Los motivos de esta situación de monopolio alternativo del poder político entre PSOE y PP (quítate tú para ponerme yo), sabiendo que pueden hacer todo lo que quieran, pues los ciudadanos estamos condenados a uno u otro, tienen en importante medida su causa en una Ley Electoral que encuentra sus pilares fundamentales, nada menos, que en las últimas Cortes franquistas. Así es, la base de nuestro régimen electoral nace de la Ley para la reforma política de enero de 1977, en ella ya aparece la representación mínima inicial por provincia, los 350 diputados y un tamaño pequeño de circunscripción electoral: la provincia. Pues bien, estos parámetros se van a mantener en el Decreto-Ley de marzo de 1977 que regula nuestras primeras elecciones democráticas de 15 de junio de 1977. Se incorporarán a la Constitución de 1978 en su artículo 68 y encontrarán su desarrollo en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General de 1985, hasta hoy.

¿Cuál es el resultado? Muy sencillo, la ley electoral, sin duda la ley más importante para un sistema político -obsérvese que es la única específica que aparece en el art. 81.1 CE dedicado a las leyes orgánicas-, la que transforma los votos en escaños, esto es, la que reparte el poder político puro y duro, beneficia descaradamente a los dos grandes partidos nacionales cerca de 10 puntos por encima de su porcentaje de votos. Por el contrario, perjudica muy seriamente a las siguientes opciones políticas de ámbito nacional.

¿Esto en qué se traduce?, en el denominado voto útil, un antidemocrático efecto disuasorio que hace que el ciudadano tienda a votar a los dos grandes partidos, al ver que el voto a otro partido tiene menor peso y pueda aparecer como un voto perdido. Desde el punto de vista democrático -partir de la parrilla de salida de las elecciones con iguales posibilidades- es un verdadero engaño. Es como si en un premio de fórmula uno un piloto fuera en un Ferrari y otro en un Seiscientos. Así es muy difícil, por no decir imposible, competir en igualdad de posibilidades, algo difícil de justificar en democracia.
Pero la desigualdad no se da sólo en el sufragio pasivo o candidatos, lo que es grave (se vulnera claramente el art. 23.2 CE), sino que tampoco vale igual o tiene la misma fuerza de voto, el del ciudadano que vota en Ávila o el que vota en Madrid. Como todo el mundo sabe, el escaño en Ávila se consigue con 45.000 votos, mientras que en Madrid necesitas unos 130.000 votos, esto produce una inaceptable desigualdad en el sufragio activo (contraria al art. 68.1 CE).

El Presidente del Gobierno en esta Legislatura ha iniciado un proceso de reforma de esta injusta Ley Electoral. Ha pedido un informe al Consejo de Estado, que lo emitió en febrero de 2009 con un resultado demoledor, constatando lo desigualitario del sistema, su perjuicio para el juego democrático en términos igualitarios y aconsejando para evitar el evidente trato desigualitario y contrario a los arts. 1.1, 9.2, 23.2 y 68.1 CE lo siguiente: aumentar de 350 a 400 el número de diputados, reducir de 2 a 1 la representación mínima inicial de diputados por provincia y cambiar la fórmula electoral D´hondt por otra más acorde con el sistema proporcional regulado en el art. 68.3 CE. Aunque como reconoce el Informe, el principal problema se encuentra en el pequeño tamaño de nuestra circunscripción electoral, que es la provincia, cuando lo más lógico y sensato, por lo dispuesto en el ya citado art. 68.3 CE y en nuestro propio Título VIII CE, sería que fuera la Comunidad Autónoma.

No nos queda más que esperar que un sistema electoral que quizás pudo tener su sentido en nuestra transición política, comience a andar ya después de 30 años por la senda de la democracia y la igualdad de oportunidades, tal y como señala con acierto un órgano apolítico, técnico y de gran prestigio como el Consejo de Estado.

Aquí está en juego nuestro ser democrático, jugar la partida democrática sin las cartas marcadas. Veremos una vez más el grado democrático de nuestros dos principales partidos políticos en la conclusión del presente procedimiento de reforma del sistema electoral.

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